“Un domingo por la mañana en el metro de Valencia, la gente estaba tranquilamente sentada leyendo el periódico, perdida en sus pensamientos o descansando con los ojos cerrados. La escena era tranquila y pacífica.
Entonces de pronto entraron en el vagón un hombre y sus hijos. Los niños eran tan alborotadores e ingobernables que de repente se modificó todo el clima. El hombre se sentó junto a mí y cerró los ojos, en apariencia ignorando o abstrayéndose de la situación. Los niños vociferaban de aquí para allá arrastrando objetos, incluso arrebatando los periódicos de la gente. Era muy molesto. Pero el hombre sentado junto a mí no hacía nada.
Resultaba difícil no sentirse irritado. Yo no podía creer que fuera tan insensible como para permitir que los chicos corrieran salvajemente sin impedirlo, ni asumir ninguna responsabilidad. Se veía que las otras personas que estaban allí se sentían igualmente irritadas.
De modo que, con lo que me parecía una paciencia y una contención inusuales, me volví hacia él y le dije: “Señor, sus hijos están molestando a muchas personas. ¿No puede controlarlos un poco más?.” El hombre alzó los ojos como si solo entonces hubiera tomado conciencia de la situación, y dijo con suavidad: “Oh, tiene razón. Supongo que yo tendría que hacer algo. Volvemos del hospital donde su madre ha muerto hace más o menos una hora. No sé que pensar y supongo que tampoco ellos saben como reaccionar.”
Mi paradigma cambio, de pronto ví las cosas de otro modo, y como las veía de otro modo, pensé de otra manera, sentí de otra manera y me comporté de otra manera. Mi irritación se desvaneció. Era innecesario que me preocupara por controlar mi actitud o mi conducta; mi corazón se había visto invadido por el dolor de aquel hombre. Libremente fluían sentimientos de simpatía y compasión. “¿Su esposa acaba de morir?. Lo siento mucho… ¿Cómo ha sido? ¿Puedo hacer algo?.” Todo cambió en un instante…”